Minorías

Minorías

“—Es cierto, conozco a tu raza. Está compuesta de borregos. Está gobernada por minorías, y sólo muy rara vez, o quizá nunca, por mayorías. Hace caso omiso de sus propios sentimientos y de sus propias creencias y sigue al puñado de personas que mete más ruido. En ocasiones, ese puñado bullicioso tiene razón, y otras veces no la tiene; no importa, la multitud los sigue. La inmensa mayoría de la raza, lo mismo si es salvaje que si es civilizada, es secretamente de buenos sentimientos, y se resiste a causar dolor, pero no se atreve a manifestarse tal como es si hay delante una minoría agresiva y despiadada. ¡Imagínate! Una persona de buen corazón espía a la otra, y tiene cuidado de que esa otra colabore lealmente en hechos inicuos que los indignan a los dos. Hablando porque lo sé, me consta que el noventa y nueve por ciento de tu raza era firmemente opuesto a matar a las brujas cuando se agitó por primera vez hace mucho tiempo esa idiotez por un puñado de locos beatos. Me consta que aun hoy en día, al cabo de siglos de transmitirse el prejuicio y de una educación estúpida, sólo una persona de cada veinte acosa a las brujas poniendo en ello su corazón. Y, sin embargo, aparentemente, todos las odian y quieren matarlas. Quizá algún día se levante un puñado de personas defendiendo lo contrario y ese puñado será el que meta más ruido (quizá incluso un solo hombre audaz que tenga voz gruesa y expresión resuelta lo conseguirá), y antes de una semana todos los borregos se darán media vuelta y le seguirán, terminando de ese modo súbitamente la caza de brujas. Las monarquías, las aristocracias y las religiones se hallan todas basadas en ese enorme defecto de vuestra raza, a saber: la desconfianza que cada cual siente de su convecino, y su deseo, por propia seguridad o comodidad, de hacer buen papel ante los ojos de ese convecino. Esas instituciones permanecerán siempre, florecerán siempre, os oprimirán siempre, serán siempre para vosotros un bochorno y una degradación, porque siempre seréis y seguiréis siendo esclavos de las minorías. Jamás hubo un país en el que la mayoría de las gentes hayan sido en lo profundo de sus corazones leales a ninguna de estas instituciones.
No me gustó oír llamar a nuestra raza rebaño de borregos, y dije que no creía que lo fuésemos.
—Y, sin embargo, corderito, eso es cierto —dijo Satanás—. Fíjate bien durante una guerra, ¡qué borregos y qué ridículos sois!
—¿En la guerra? Y ¿cómo así?
—Jamás hubo una guerra justa, jamás hubo una guerra honrosa, por la parte de su instigador. Yo miro en lontananza un millón de años más allá, y esta norma no se alterará ni siquiera en media docena de casos. El puñadito de vociferadores (como siempre) pedirá a gritos la guerra. Al principio (con cautela y precaución) el púlpito pondrá dificultades; la gran masa, enorme y torpona, de la nación se restregará los ojos adormilados y se esforzará por descubrir por qué tiene que haber guerra, y dirá, con ansiedad e indignación: «Es una cosa injusta y deshonrosa, y no hay necesidad de que la haya». Pero el puñado vociferará con mayor fuerza todavía. En el bando contrario, unos pocos hombres bienintencionados argüirán y razonarán contra la guerra valiéndose del discurso y de la pluma, y al principio habrá quien los escuche y quien los aplauda; pero eso no durará mucho; los otros ahogarán su voz con sus vociferaciones y el auditorio enemigo de la guerra se irá raleando y perdiendo popularidad. Antes que pase mucho tiempo verás este hecho curioso: los oradores serán echados de las tribunas a pedradas, y la libertad de palabra se verá ahogada por unas hordas de hombres furiosos que allá en sus corazones seguirán siendo de la misma opinión que los oradores apedreados (igual que al principio), pero que no se atreven a decirlo. Y, de pronto la nación entera (los púlpitos y todo) recoge el grito de guerra y vocifera hasta enronquecer y lanza a las turbas contra cualquier hombre honrado que se atreva a abrir su boca; y, finalmente, esa clase de bocas acaba por cerrarse. Acto continuo, los estadistas inventarán mentiras de baja estofa, arrojando la culpa sobre la nación que es agredida y todo el mundo acogerá con alegría esas falsedades para tranquilizar la conciencia, las estudiará con mucho empeño y se negará a examinar cualquier refutación que se haga de las mismas; de esa manera se irán convenciendo poco a poco de que la guerra es justa y darán gracias a Dios por poder dormir más descansados después de ese proceso de grotesco engaño de sí mismos.”

Mark Twain. El forastero misterioso, 1916

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